La impresión al viajar a Egipto fue tan brutal que, sin apenas darme cuenta, me sentí centrifugado en medio de una ola de colores maravillosos. La siguiente sensación era que flotaba. Flotaba por encima de aquel sarcófago de piedra y, poco a poco, noté que mi cuerpo me abandonaba y comenzaba a volar en una experiencia tan intensa como profunda. Ocurría en el país de los faraones.


Viajar solo al Cairo, en un tiempo en el que las hordas de turistas, cámara en ristre, aún no habían invadido el sagrado país del Nilo fue una experiencia inolvidable. Tenía dos objetivos concretos: visitar Aswan, en el sur, y la Gran Pirámide en Giza. Con eso me conformaba en aquella primera visita.

Índice de Contenidos

  1. 1. Viajar al Cairo
  2. 2. Una fiesta para los sentidos
  3. 3. El Sur de Egipto
  4. 4. Aswan, la capital del Sur
  5. 5. Mi visita a Aswan
  6. 6. La Meseta de Giza 
  7. 7. El interior de la Gran Pirámide de Keops
  8. 8. Dormir en la gran pirámide de Egipto
  9. 9. El gran secreto

 

 

Viajar al Cairo

La llegada al Cairo, ya de noche, me causó una profunda impresión.

Nada más salir del aeropuerto me encontré encajado en un estrecho pasillo rodeado de vallas metálicas, al otro lado, una única palabra sonaba: “Batchiss” que quería decir propina, limosna, mientras cientos de seres alargaban sus manos entre los barrotes, pidiendo un poco de caridad a los recién llegados al país.

Sorteando a los mendigos, salí del recinto del aeropuerto siendo nuevamente asaltado por otra marea de seres humanos: ¡Taxistas! Todos prometían destinos baratos y cómodos. Sin saber cómo, me entregué a uno de ellos a quien definí como “el taxista loco” y quien me rescató de la maraña humana con la promesa de llevarme a un barato y buen hotel. Confié en él y me dejé llevar lo que acabó siendo una tremenda equivocación.

Conducir en el Cairo es una auténtica locura, veinte millones de habitantes y el tráfico más caótico del mundo en el que parecen no existir normas. Todo se regula a través de les claxon y una norma: quien más fuerte toca tiene preferencia.

No tuve más remedio que acurrucarme en el mugriento asiento del taxi, rezar y confiar que los dioses me protegieran de aquel conductor psicópata que me había tocado y de los miles de coches de la ciudad que me prometían una embestida inevitable en cada cruce.

Tuve suerte, los dioses estaban de mi parte aquel día. Después de una hora de carreras furiosas y de virajes imposibles, mientras soportaba una música atronadora en el interior del coche, llegaba a la puerta de un hotel destartalado y sucio.

La despedida del taxista fue su lema de guerra: “¡Otro viaje, otro viaje!” gritaba en español, mientras aceleraba a fondo su coche como si de un bólido de fórmula uno se tratase.

Recogí mi equipaje y entré en la recepción de mi hotel, tras los trámites de rigor, subí a la habitación por unas escaleras desvencijadas y no tardé mucho en dejarme vencer por el sueño.

 

Una fiesta para los sentidos

A la mañana siguiente el Cairo me ofrecía toda su oferta de colores y sensaciones en medio de un bullicio de vida que sólo había visto en la India. Me dejé arrastrar por la marea humana y me zambullí en aquella orgía de vida caótica y desorganizada que no se parecía a ninguna.

Cafetines llenos de gentes que fumaban una extraña pipa de agua, hombres con turbantes y chilabas de mirada penetrante y mujeres cargadas con bultos paseaban por las aceras y, en las calles, miles de coches rotos, se peleaban por conseguir un poco de espacio en la calzada.

Pero lo más curioso es que, a pesar del inmenso lío de circulación, no vi accidentes, no había atropellos o choques entre los vehículos, lo que supuse que era un milagro faraónico.

La ciudad bullía, olores nuevos que para mí se esparcían por doquier: carcadé, tabaco aromático, tés y esencias. Todo era un festín para los sentidos. Y sumergido en medio de aquella fiesta de vida me dirigí hacia la estación de trenes.

 

El Sur de Egipto

La estación de trenes del Cairo está llena de miles de seres humanos que deambulaban sin rumbo fijo, creo que para ellos era más importante viajar que el destino. Me uní a aquella corriente y, tras una larga cola, reservé un billete para Aswan. Cargué mi equipaje lleno de ilusión y paciencia y me acomodé en el vagón. El tren era un viejo convoy heredado del bloque soviético. Creo recordar que era Búlgaro, nunca había visto nada igual.

Aproximadamente a la hora prevista, el tren se puso en marcha y comenzó el espectáculo. La ciudad y el país comenzaron a mostrarme su cara desde otra perspectiva. Es curioso cómo cambia el punto de vista de los lugares según el transporte que utilices.
El tren parece que hace las experiencias más cercanas, más familiares, más auténticas. Las casas, los canales del río plagados de niños jugando comenzaron a pasar ante mí y después, apareció el campo, un campo lleno de huertas y de pequeñas casas donde apenas se habían encendido unas pequeñas luces que iluminaban la vida en su interior.

Llegó la noche, dormí como pude y, con el amanecer, llegué a mi destino.

 

Aswan, la capital del Sur

Era la primera vez que visitaba el país de los Faraones y la emoción salía a borbotones por los poros de mi ser. Sentía que por fin podría hacer realidad uno de mis mejores sueños. Después de más de quince horas de viaje estaba en Aswan, la capital del sur. La ciudad te sorprende por su calidez, por la amabilidad de sus gentes y por el paisaje dominado por el sagrado río Nilo. El ritmo frenético del Cairo aquí se olvida y todo parece más tranquilo, más relajado. Era mediodía y, después de buscar nuevo alojamiento, me tiré a las calles.

Viajar por libre a Aswan es una experiencia muy enriquecedora. Paseando por las orillas del Nilo, una especie de gigante atrajo mi atención. Estaba faenando en su faluca. Al ver mi interés me invitó a acompañarle, me tendió su mano gigante y me dijo su nombre, Nasser. A pesar de su descomunal tamaño era un tipo dulce y amable. Era Nubio, un gigante de color negro azulado, que vivía en la orilla opuesta a la ciudad. El lugar reservado a los Nubios.

Pasé con él el resto del día, navegando en su faluca, descubriendo de cerca las aguas del río sagrado Estas aguas habían visto pasar la historia, aguas donde había nacido la civilización de nuestro planeta, de donde habían surgido nuestros orígenes.

Junto a Nasser, atravesé corrientes y cataratas, impulsados por la vela de su barca mezclándonos con esa corriente de vida que me acercaba a los orígenes. Nasser insistió en navegar hacia su poblado, quería presentarme a su familia.

En su casa, conocí a sus dos esposas que, entre divertidas y asombradas, jugaban conmigo. Me sirvieron comida enseñándome su modesto hogar. A pesar de todas las dificultades en su vida, parecían felices, reían y celebraban cualquier ocasión, y mi visita lo era. Un poco más tarde me invitaron a dormir con ellos. No rehusé.

Estando allí, en aquel apartado poblado, me di cuenta de cómo han cambiado las cosas. Los turistas, en cualquier parte del mundo, nos hemos convertido en monedas andantes, los autóctonos han aprendido, saben, que un turista significa excursiones, visitas, y eso se traduce en unas pocas libras, en dólares para el sustento. Ya no hay intercambio humano, de alma a alma.

 

Mi visita a Aswan

Mientras estuve en el poblado Nubio, pude revivir esa vieja forma de vida, me pude perder con unos niños que aún no conocían la palabra “batchiss” y que la única propina que deseaban era jugar con el extranjero. Con ellos pude descubrir las callejas del poblado, tomando té y entrando a saludar en cada casa, como si siempre hubiera estado allí, sin sentirme un extraño, sintiendo su vida y su forma de ser y de estar. Mi visita a Aswan resultó ser de lo más sorprendente.

A la mañana siguiente, antes de regresar a la orilla opuesta, Nasser quiso hacerme un último regalo. Me instó a acompañarle a la isla Sehel. Él me contó que se trataba de un lugar en el Nilo que han visitado todos los faraones desde hace siglos y que “todos iban allí a dejar su firma”. 

Atravesamos los peligrosos rápidos del Nilo y llegamos a una playa arenosa en un borde de la isla. Mientras subía la empinada cuesta hasta el lugar que Nasser quería enseñarme me preguntaba qué habría llevado hasta aquel remoto lugar durante cientos de años a los faraones de todas las dinastías. Quizá la respuesta la encontraría en la cima.

En lo alto, en una especie de meseta desde la que se divisaba toda la zona, se alzaban un grupo de piedras más grandes. No parecían tener un sentido lógico y escondida en un rincón se encontraba lo que luego entendí era el objeto de mi visita a aquel lugar: La estela de Famini. Conocida también como “Estela del hambre”, estaba tallada en una roca de algo más de dos metros de altura. Una serie de símbolos sin sentido para mí anunciaban que aquello era algo importante. Quizá la razón de la extraña peregrinación de tanto faraón hasta aquel lugar durante tantos siglos.

Más tarde pude saber que aquella estela representa para algunos estudiosos, la fórmula para poder licuar las piedras. Según parece, uno de esos dioses de la antigüedad entregó a uno de los faraones el método para construir más rápidamente palacios y templos en su honor con este sistema.

Y allí estaba la estela desafiante, llena de mágicas inscripciones y de enigmas por resolver.

Nasser me hizo saber que era un lugar sagrado para ellos, como había sido para los faraones antaño y que, hasta allí se acercaban, de vez en cuando, para ver esos extraños signos y los portentosos fenómenos que allí sucedían. Luces en los cielos, bolas de fuego y una extraña energía que te hacía sentirte vivo y recuperado.

Mientras bajaba hacia el río para regresar, eché la vista atrás. La estela de Famini seguiría allí, escondida y desconocida para la mayoría de los viajeros unos cuantos años o siglos más, esperando la resolución de su misterio.

 

La Meseta de Giza 

Regresé al Cairo arrullado todavía por la suave caricia del Nilo y de los habitantes del sur. Al llegar a la capital, de nuevo me golpeó la sinfonía de los cláxones y la locura del tráfico Cairota. En mis primeros días en el país no había querido ni siquiera ver la figura de las pirámides, pero ahora lo estaba deseando ardientemente. Así que me dirigí hasta allí. Atravesé la avenida de las pirámides, aún poco poblada y al fondo pude ver por primera vez su silueta.

A pocos metros de ellas, me quedé asombrado ¡Nunca hubiera podido imaginar que eran tan grandes ¡Estaba en la meseta de Giza! y allí dominándolo todo, se hallaba la Gran Pirámide, una de las construcciones más gigantescas e imposibles de la humanidad que se alzaba orgullosa desafiando al tiempo, a la historia y a los seres humanos. Construida, según los datos, en la cuarta dinastía, cuando aún no conocían la rueda ni tenían instrumentos ópticos.

Una mole que está construida en una superficie de 53.000 metros cuadrados, con lados que miden 230 metros y con una altura de más de 139 metros, más alta que un rascacielos de cuarenta pisos. Se emplearon en su construcción dos millones seiscientos mil bloques de piedra milimétricamente tallada y con un peso de más de siete millones de toneladas.

Y no era sólo un conjunto de piedras, sus constructores dejaron en ella huellas de su exacto conocimiento matemático y astronómico. Números como pi y fi aparecen claramente reflejados como prueba de un saber desconocido para su tiempo. Todo parecía ser un portento de la ciencia imposible.

Estuve dos días paseando alrededor, empapándome de aquella presencia, sintiéndola cerca. Sentándome a su lado, tratando de conocerla sin acercarme demasiado. Para muchos egipcios, la Gran Pirámide no es un conjunto de piedras, está viva, siente. Al tercer día, por fin, me decidí a acceder a su interior.

 

 

 

El interior de la Gran Pirámide de Keops

Amanecía y, como si fuera un ritual mágico, me preparé para descubrir la entrada a la gran pirámide. Subí las primeras piedras y me situé en la entrada.

Tras una pequeña cavidad que parecía el acceso a una cueva natural, entré en el primer pasillo ascendente, una estrecha escalera que se hundía en el interior de la pirámide, la primera sensación fue de agobio, de claustrofobia, poco a poco, con la cabeza agachada iba subiendo escalones sin ver el final, como en un camino de iniciación.

Al final de la estrecha escalera llegó la liberación, desemboqué en una estancia amplia, coronada por dos escaleras a los lados y de una gran altura. Allí el agobio desapareció, estaba ya en las entrañas de la pirámide.

A la derecha, un nuevo pasillo te lleva a la cámara de la reina y, hacia arriba, las escaleras van hacia la cámara real, al centro de poder de la pirámide.

Tras detenerme unos minutos en la cámara de la reina, puse todo mi empeño en subir la escalinata que me llevaría al centro de aquella construcción. Mientras subía, con la respiración agitada, podía sentir la presión de los millones de piedras que tenía a mi alrededor y el valor que tenía estar en el interior de una de las pirámides de Egipto.

Las escaleras desembocaron en una estrecha entrada, de nuevo había que agachar la cabeza, tan sólo unos metros, luego podías levantarte un instante, para volver a agacharte ya en el último tramo.

La recompensa ya estaba cerca, en unos pocos metros, todavía agachado, casi reptando, vi la sala, cuadrada, de granito pulido y de una gran altura. Me puse de pie y me encontré en el centro de aquella construcción. Al fondo estaba el sarcófago del Rey Keops.

Una intensa emoción llenaba de electricidad mi cuerpo. La luz era tenue y el aire cargado. Estaba junto a otras tres personas que compartían mi alegría por estar en el centro de poder más grande de la humanidad.

Nos sonreímos, disfrutamos del momento, sentimos su interior y, al poco rato, iniciamos la bajada. No me importó mucho, sabía que pronto volvería.

A la salida del túnel final, la meseta de Giza, el bullicio de los camelleros, los niños pidiendo batchiss y el mundo egipcio me esperaban de nuevo. Me dolían las piernas del esfuerzo, pero me recuperé tomando un té y soñando con mi nueva visita.

Había hecho realidad la primera parte de mi sueño, aún quedaba otro, encerrarme solo dentro de aquella mole.

 

Dormir en la gran pirámide de Egipto

Me costó dos días cerrar el trato. En aquel tiempo no era fácil conseguir permiso para pasar una noche en la Gran Pirámide, más allá de la visita típica no se podía realizar ninguna otra actividad en su interior. Tardé en encontrar al inspector de turno, tras las negativas, conseguí convencerle de que era un estudioso que quería vivir una experiencia original: pasar una noche en la gran Pirámide.

Aceptó a regañadientes. No quiso dinero a cambio, algo en mí le había convencido y no eran mis dólares o mis libras. No tuve que pagar por el favor que estaba a punto de concederme.
El guardián, junto al inspector, acordaron que mi próxima visita sería al día siguiente.

 A las cinco de la tarde, cuando cerraron la meseta, allí estaba, disfrazado de árabe y con toda mi  ilusión para vivir una experiencia única. Vinieron a buscarme en un caballo, subí a él, atravesé la meseta a todo galope y descabalgué por la parte de atrás de la Gran Pirámide, allí me estaba esperando el inspector, temeroso por lo que hacía, pues se jugaba su puesto si alguien nos pillaba.


La certeza de estar haciendo algo prohibido añadía aún más emoción al momento. Apenas podía contener mi agitada respiración. Di la vuelta a la construcción y, cuando el sol estaba a punto de ocultarse, entraba por el pasillo hacia el interior de la pirámide.

Me avisaron de que a las seis de la tarde cortarían la corriente del interior de la construcción y me quedaría solo. Le di las gracias a Sucra, que así se llamaba mi cómplice y subí rápidamente las escaleras del primer tramo.

Llegué a la sala cuando la luz y los pequeños ventiladores aún funcionaban. Sentí unas voces apagadas y todo se quedó en silencio y a oscuras.

Una sensación de terror me invadió y un miedo irrefrenable se apoderó de mí. Un sinfín de preguntas llegaron a mi mente ¿Y si se caen estas piedras encima de mí? y ¿si hay un terremoto y todo esto se hunde? ¿me puedo quedar sin aire aquí dentro? no tendré a nadie para que me ayude. Sin luz ¿cómo podría salir de aquí?

Mis pensamientos corrían más que mi mente, no era capaz de controlarlos. La sensación era angustiosa, estuve a punto de abandonar toda aquella locura y salir corriendo. Pero tenía que controlarme, opté por sentarme en la sala alumbrado por la tenue luz de mi linterna, apoyé la espalda en el sarcófago e intenté tranquilizarme. Pensaba que esto llevaba más de cuatro mil años en pie y no había ocurrido nada, además hay suficiente aire para que pueda respirar un regimiento aquí dentro. Me decía a mi mismo que nada malo iba a pasar.

Poco a poco, logré reducir la tensión y hasta apagué la luz para acostumbrarme a la oscuridad.

Un negro velo lo llenó todo, no era posible distinguir ni un atisbo de luz, todo era oscuridad y silencio, sólo una suave presión, una especie de rumor, de vibración impregnaba la sala.

“Es el sonido del silencio”, pensé.

Y así era, ese suave murmullo lo fue llenando todo, impregnando la estancia de una vibración que me hacía moverme como si estuviera navegando. Me acostumbré a ello y me entregué a la sensación. Un poco más tranquilo y a tientas me metí en el interior del sarcófago.

Y ahí sentí la primera sensación extraña.

Desde el exterior parecía mucho más grande, más de un metro ochenta de largo, sin embargo, al introducirme en él, sentí que se ajustaba a mi cuerpo como un traje hecho a medida. Todas sus paredes de rígido granito se pegaban a mi piel. Aquella sensación me hizo intranquilizarme de nuevo, pero después me dio seguridad, podía sentir las paredes del sarcófago como si fueran mi segunda piel, un nuevo cuerpo, una especie de escafandra para viajar hacia el espacio interior. Una vez dentro, el ruido del silencio se amplificó y parecía que hacía vibrar hasta el mismísimo granito.

Comencé a respirar pausadamente.

Allí no había nada ni nadie salvo la historia y mi ser.

Una sensación de ingravidez me invadió, luego llegó la soledad, la sensación de vacío más intensa que jamás he sentido.

Mis pensamientos comenzaron a inquietarme, estaba haciendo realidad un sueño acariciado durante década. ¡Estaba dentro de la gran pirámide, en el interior del sarcófago de la cámara real, y estaba sólo!

Cuando logré que pasara la desazón, llegó el momento de experimentar el gran poder que allí se concentraba. La oscuridad se llenó de luz, no era una luminosidad exterior, sino que provenía de dentro del sarcófago, podía verme rodeado de ella. En mi retina pude ver cientos de formas, de colores brillantes que se movían con una velocidad inusitada.

Al poco rato pasó el efecto, parecía una sucesión de alucinaciones visuales, pero se transmitió al oído. En un segundo comencé a escuchar sonidos desconocidos, voces en lenguas extrañas, como si la historia acumulada entre aquellas piedras se desvelase ante mis oídos. Junto a esta extraña sensación auditiva, volvieron a aparecer las ilusiones ópticas y todo se compuso como en un calidoscopio gigante.

Seguía teniendo conciencia y sabía claramente que estaba dentro del ataúd de piedra del Faraón. Luego todo cambió. La sensación de vaivén que había vivido se aceleró, se multiplicó por mil y me sentí engullido por una extraña energía que me levantaba de aquel nicho y me lanzaba a la velocidad de la luz hacia el exterior.

Fue tan intenso que tuve miedo de golpearme con las losas del techo del recinto. Como pude, me tapé la cabeza, pero no había nada que hacer, aquello no había hecho más que comenzar. Acongojado, traté de aferrarme como pude a la fría piedra, pero mi sentido del tacto se perdió y me vi en medio de un torbellino hacia las estrellas.

Fue un viaje tan claro, tan intenso, tan brillante. Fue inolvidable.

Recuerdo que salí disparado y sentí como atravesaba miles de piedras del interior de aquel edificio sagrado. Esa sensación me hacía daño en mis células. Luego, salí al exterior y, más relajado, vi luces por todos los sitios.

Cuando en un momento pude parar aquella extraña energía que me disparaba hacia el vacío, me di cuenta de que estaba volando ¡Había salido disparado del interior del sarcófago hasta el cielo, justo encima de la Gran Pirámide!

Podía ver claramente las luces del Cairo al fondo, pero de una forma nueva, con un brillo que nunca había sido capaz de captar. Poco a poco, me acostumbré y pude controlar las sensaciones.

Me di cuenta de que el viaje había comenzado y que yo mismo era el piloto de mi experiencia. Desde allí podía ir donde quisiera. Pero no forcé nada, me dejé llevar expectante por conocer qué sería lo siguiente que aparecería ante mí.

No tardó en llegar una imagen clara del desierto y de gentes que caminaban montados en camellos. Al fondo, un gran lago que supuse que era un pedazo del río Nilo, y así, a una velocidad increíble, fueron desfilando imágenes, de lo que supuse, retazos de historia. Caras de personajes desconocidos, antiguos, ataviados con trajes de época y otros con extraños monos galácticos.

A veces era capaz de parar mi viaje y me sentía a su lado, me sonreían, me guiaban hacia templos de grandes columnas luego, de repente, salía disparado hacia otro lugar desconocido. Y así una sucesión infinita de lugares nuevos, de colores que nunca había visto, de personajes desconocidos pero familiares que tenían algo que darme, algo que enseñarme.

No puedo expresar de otra manera las sensaciones que viví. Sólo sentía que estaba más vivo y consciente que nunca.

Un intenso olor acre y el sonido de un ventilador golpearon mis sentidos y fue la señal de que estaba volviendo a “esta realidad”. Por un instante me vi encima de la meseta de Giza y, al siguiente, atrapado por un torbellino, regresaba en caída libre hacia abajo.

De nuevo sentí miedo, iba a golpearme contra aquella mole a mil kilómetros por hora. Pero no ocurrió, al llegar se desvaneció, se diluyó y la atravesé como si fuera líquido. Así, capa tras capa, hasta que volví al sarcófago. Un fuerte golpe me instaló de nuevo en mi cuerpo.

Todo había sucedido en un segundo, desde que entré en el sarcófago hasta ese momento, solo había pasado un instante. O eso me pareció.

Me mantuve en silencio y con los ojos cerrados un buen rato. Poco a poco, comencé a mover los dedos, las manos, las piernas. Estaba dentro de mí, volviendo a tomar el control de mi cuerpo.

A los pocos minutos me levanté, me encontraba bien, relajado, pero sentía que acababa de hacer un viaje eterno.

Todo estaba a oscuras, pero, sin embargo, ahora podía ver en medio de esa oscuridad.

Para más seguridad encendí mi linterna y comencé a bajar por el empinado pasillo hacia el exterior.

Fuera me esperaba la realidad. Me golpeó en los ojos de tal forma que creí que iba a quedarme ciego. Nunca había visto las luces con tanto brillo, con tanto fulgor, estaban llenas de vida, y no sólo las luces, la arena del desierto, los camellos y los hombres.

Mi amigo, el guardián que me esperaba afuera, me dio la mano y me invitó a salir de allí lo más rápidamente posible. Le pregunté qué hora era y me respondió que eran las once y veinte de la noche. “Has estado allí dentro casi seis horas”, añadió. Pensé que estaba loco, era imposible que hubiera pasado ese tiempo. Para mí había sido solo un instante.

Me despedí de mis protectores de la Pirámide y salí corriendo, aturdido y con una especie de borrachera hacia la civilización.

Al salir, el ruido del tráfico, las multitudes, el caos de la ciudad, me esperaban de nuevo para recordarme que estaba en Egipto.

 

 

 

El gran secreto

Nadie sabe ni quién ni cómo se construyeron las tres grandes Pirámides de la meseta de Giza. Ese es el gran secreto de la gran pirámide de Egipto. Ni siquiera se tiene conocimiento de para qué sirvieron ya que nunca albergaron tumbas ni restos humanos.

Algunos piensan que se trata de un condensador de energías poderosas. Otros que servían a los faraones para realizar extraños ritos de rejuvenecimiento. Incluso algunas personas afirman que han visto en ellas una especie de base galáctica hacia otros mundos.

Y han sido unos cuantos los que han pasado dentro una noche. Napoleón lo hizo y nunca quiso desvelar el secreto de lo que allí vivió.

Han pasado casi veinte años desde que viví esa experiencia y aún no tengo una explicación, sólo sé que de vez en cuando, cuando me “voy de viaje hacia esos otros mundos”, muchos de los seres que vi allí dentro me esperan para acompañarme en mi trayecto.

¿Será la pirámide una especie de estación de paso hacia otros mundos?

Creo que pasará mucho tiempo hasta que descubramos el gran secreto oculto de la Gran Pirámide si algún día lo descubrimos. Lo que es cierto sin duda, es que en ningún lugar de este planeta podrás estar tan cerca del misterio y de la auténtica fuente de los secretos como allí.

Ha estado desde hace miles de años, quizás esperándote a ti.

El gran secreto sigue intacto.